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Yo… y la Ley Sinde

No contento de compartir titular con un tema de rabiosa actualidad, lo antepongo, lo acentúo espacialmente, lo priorizo cual solípedo refrán. Tal derroche de egocentrismo no es gratuito, me siento y me sé protagonista en esta cuestión, una ley que me concierne porque me legisla como parte implicada, y aunque no fuera así -que mis dudas tengo-, me atañe por legislación contemporánea a mi generación. Pertenezco a la hornada de humanos la cual se desvirgó antes con el P2P que con otros sujetos bípedos. Una generación que ha devorado cultura a través del ordenador y a llegado a contenidos que sin internet como medio serían inalcanzables.

Yo descargo contenido audiovisual, lo hago por inquietud, por necesidad de consumir música y cine. No saco ningún lucro, fuera del puramente intelectual -algo muy discutible-. Lo que hago no es ilegal. Un señor desde Miami, que se llama Alejandro Sanz y se dice «artista», calificó a los de mi calaña «talibanes de internet», «señores de la red» que practican «el nuevo fascismo». Cómo neofascista señorial perteneciente a una milicia integrista de internet y por ende, parte implicada, me debo en la obligación de exponer mis puntos de vista desde la facultad que me otorga mi computadora fascista, mi trono del Ikea y mi pijama de cuadros.

La propiedad intelectual y la Ley Sinde.

 

Es de perogrullo que un creador debería vivir de su obra, o en cualquier caso, tener la posibilidad de vivir de ella. A día de hoy, 25 de Diciembre, los creadores no se alimentan de piedras y necesitan obtener beneficios para seguir en su oficio. Hasta la aparición de internet, el intercambio de contenido audiovisual entre personas, es decir pasarle un casette a un amigo o grabarle un VHS a un familiar, era tan irrisorio que no se podía hablar de perjuicio a la industria. Con la llegada del P2P, el streaming y la descarga directa el intercambio se empezó a producir a gran escala. Todas las actividades en este sentido se rigen bajo una Ley de Propiedad Intelectual de finales de los 80, y por tanto no contemplan todas estas acciones.

El problema de la Ley Sinde –una ley a petición de EEUU– es que es ambigua y confusa, no legisla nada acerca de la propiedad intelectual, sólo contempla el cierre de webs que infrinjan dicha propiedad. ¿Y cuales son esas páginas webs? Pues nadie lo sabe, el texto no especifica si son las páginas de enlaces, o las páginas de almacenamiento. Ni enlazar es delito, ni almacenar contenido tampoco. La Ley Sinde propone una comisión administrativa, formada por no-se-sabe-quien, que decidirá que webs deben cerrarse y cuales no, bajo unos criterios tampoco expuestos. Supongo que la comisión estará compuesta por una parte de los implicados, los que supuestamente se ven perjudicados, es decir, la industria cultural; por consiguiente será una comisión administrativa parcial. Esto es alarmante, esto no es justo, esto no es democrático.

Esos son los medios  de la Ley Sinde, ¿cuál es el fin? El fin no es otro que capar las webs que proporcionan enlaces o almacenan contenido audiovisual que no es suyo y que se lucran por ello. Esto es una realidad, la mayoría de páginas a través de las cuales accedemos a películas o música se llenan los bolsillos a través de la publicidad, y esto a la industria cultural le parece insostenible. Tienen razón. Unos cuantos, que no somos todos los que bajamos contenidos, son, repito, unos cuantos se llevan los beneficios del consumo cultural en internet. O al menos una parte del beneficio, porque unos de los actores que nunca se nombran en este teatro son las operadoras de ADSL, que se llevan con sus tarifas estratosféricas la mayor parte del pastel.

Los nuevos hábitos de consumo.

 

Pero, a pesar de lo que creen industria y ministerio, el problema no se soluciona cerrando webs. Primero porque no se le puede poner puertas al campo y segundo porque ya son muchos millones de personas los que estámos acostumbrados a una forma de consumo, y no hablo de no pagar, hablo de hábitos. De poder consumir una película al instante desde tu casa, de poder ver el nuevo capítulo de una serie el día de su estreno en EEUU, de poder escuchar un disco, dos discos, tres discos en una tarde sin necesidad de gastarte 60 euros. Esos son los nuevos hábitos de consumo y, guste o no, esto actualmente sólo lo ofrecen las webs que quieren cerrar. La industria debe cambiar sus ventanas de exhibición y distribución para poder ofrecer esto de forma legal, debe adaptarse a la sociedad y no cambiar los hábitos de la sociedad.

Huelga decir que esto no es una utopía, es una realidad en muchos países. Webs como la norteamericana Netflix ofrecen legalmente películas en streaming en calidad DVD para consumir desde tu casa, pagas unos 6 euros al mes y puedes ver todas las películas y series que quieras. En España no hay ninguna gran web que pueda ofrecer eso, apenas hay portales de streaming -y con catálogos raquíticos-, existe por ejemplo Filmin que tienen películas de autor e independiente, un catálogo de solo 500 títulos, y con un precio que no es tan asequible como Netflix (en Filmin una película en streaming cuesta entre 2 y 3 euros), aún así una iniciativa pionera y de la que tomar ejemplo. Respecto a la música, en España hay programas como Spotify que te permite escuchar música gratis a cambio de publicidad, o por una cuota sin publicidad.

Éste es el ejemplo que debe seguir la industria cultural, ofrecer digamos «legalmente» el contenido que ahora podemos consumir «alegalmente». Ofrecer películas, música y libros gratis, a cambio de publicidad o suscripciones, o a precios que no sean privativos y no obliguen al consumidor, como ocurre ahora, a descargar contenido de páginas «piratas» con el fin de llegar a un acuerdo entre sus necesidades y su bolsillo. Hasta el momento en que la industria cultural no de este salto y se adapte al siglo XXI, no se pueden hacer leyes como la que nos ocupa. O hay alternativa de consumo o seguimos como hasta ahora, porque unos pocos no pueden decidir los hábitos de toda una sociedad, por mucho que le pese a Sinde, EEUU, la SGAE y a un señor de Miami.

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